Salí a la vida
y creo que me lo dejé todo en casa,
en esa casa de la que todos creemos haber salido
donde había felicidad, o algo recordamos
y lo intentamos recuperar
con las manos vacías, abiertas…
no se sabe si pedimos
o comprobamos si llueve
algo de suerte, algo de… no sé
¡algo de lo que esperamos!
nada en concreto
-nuestros deseos inconscientes e irreales-
una ilusión (pequeña)
que nos deja buen sabor de boca,
pero no nos alimenta.
Queremos ver colores sin distinguirlos,
nos hemos reducido a la felicidad
y sólo la felicidad
– como todos los perdedores –
pero sólo los verdaderamente felices
pueden afrontar la batalla de las dudas
con una sonrisa que no se ve
pero se siente en las voces
y en las palabras
y en los hechos
y en los gestos.
La felicidad, como estado, es para los perdedores.
Para los que aspiran a llegar a la meta y ya está,
pero para los que la felicidad es una forma de ser
la meta está en cada paso
y cada paso es un triunfo
y cada paso atrás una esperanza, una enseñanza,
una nueva batería de ganas
para hacer más y mejor mañana.
La felicidad la llevamos dentro,
pero algunos la tienen podrida
y sus efectos no son duraderos.
No nos equivoquemos.
Para ser feliz hay que ser también
un poco infeliz,
porque sólo percibimos el contraste,
porque no hay tiempo sin cambio
ni vida sin sueño,
ni necesidad sin deseo.
Y las necesidades si no se tienen se crean
y de ellas nacen pequeñas tragedias
como por ejemplo
que no haya leche para desayunar
– primera frustración del día –
y me enfado,
me siento un poquito más infeliz,
empezamos mal el día,
todo va a ir a peor.
La vida no merece la pena.
¡maldita leche!
Responder